lunes, 7 de enero de 2013

Adultismo ilustrado: todo para los niños, pero sin los niños

La palabra etarismo hace referencia al prejuicio o discriminación de alguien en función de su edad, ya sea por ser considerado demasiado viejo o demasiado joven. En esta entrada hablaré de ese segundo caso, también denominado adultismo. 

El adultismo es algo tan ampliamente extendido y normalizado que pocos lo reconocerían como una verdadera discriminación, sino que muy al contrario lo consideran el modo correcto y normal de relacionarse con los niños. No quiero decir con esto que la mayoría de los padres no amen a sus hijos: el amor poco tiene que ver con la justicia, al igual que la condescendencia (en su sentido negativo) poco tiene que ver con el verdadero respeto. 


Cuando nacemos en el seno de una familia lo hacemos como propiedades de nuestros padres, si bien con ciertas concesiones legales. Pero igual que a nadie se le exige un “carnet de padre/madre” para tener un hijo biológico, tampoco ha de pasar por controles regulares imprevistos que garanticen un buen ejercicio de esa paternidad. La mayoría de padres y madres que maltratan a sus hijos, ya sea física o psicológicamente, constante o esporádicamente, no son denunciados. Y tampoco es que el destino que les esperaría a éstos en un orfanato (de retirárseles a ambos la custodia y no ofrecerse otro tutor responsable) sea, en muchos casos, mucho mejor. 

Todo esto puede sonar a casos extremos alejados de lo que la mayoría de mis lectores podrían justificar, pero no es necesario irse a las palizas y los abusos sexuales para identificar el adultismo en los comportamientos mayoritarios, como expondré a continuación. 

Los padres, como responsables legales de sus hijos, se ven en muchos casos obligados a no desapegarse de ellos en casi todo el día, con lo que ello implica: los hijos han de ir a donde quieran los padres, visitar a quien los padres quieran que visite, salir y quedar únicamente cuando los padres quieran salir con ellos y a donde los padres quieran llevarlos, comer la comida que los padres quieran que coma, etc. Un adulto puede no querer visitar a un familiar, no ir a determinado lugar o frecuentar otro, odiar determinado plato y no comerlo nunca… y sus preferencias se aceptan y tienen en cuenta, respetando su personalidad. Sin embargo, una niña que no quiera ver a su abuela, salir con sus padres al parque o comer lentejas es automáticamente tachada de caprichosa y, en muchos casos, obligada a hacer lo que sus padres quieran que haga contra su voluntad. Tampoco, en muchos casos, los padres se buscarán la vida para encontrar a gente que pueda llevar a su hijo a donde él quiera ir o hacer con su hijo lo que él quiera hacer cuando ellos, por trabajo, compromisos o mera desapetencia, no quieran o puedan hacerlo. 

Podría parecer que mi empatía hacia los hijos es desproporcionada en comparación con la que tengo hacia los padres, pero no creo que sea el caso: los niños no eligen venir a este mundo ni eligen la situación de dependencia en la que se encuentran. Son los padres los que voluntariamente deciden tenerlos (en caso de que el embarazo sea deseado o se decida voluntariamente continuar con él), por lo que si éstos no son capaces de renunciar a su libertad para tratar de hacer la existencia de su hijo lo más feliz posible, o no tienen los medios suficientes para garantizarlo, no creo que debieran ser padres

Volviendo a la crítica previa, en este trato desigual de los intereses de niños y adultos veo otro gran fruto de esa discriminación: la desacreditación de los intereses y sentimientos de los niños. Los deseos, opiniones, intereses y sentimientos de los niños son a menudo infravalorados por los adultos, amparándose en que lo verán o sentirán de otra forma cuando sean adultos. Y es cierto en la mayoría de los casos, como también es cierto que muy probablemente un adulto de 20 años no opinará y sentirá lo mismo cuando tenga 30, ni uno de 30 cuando tenga 50, ni uno de 50 cuando tenga 80. No creo que la validez de una opinión o sentimiento sea directamente proporcional a la edad de la persona que la emite o a la prolongación de tiempo con la que la mantenga (que puede ser no más que cabezonería), pero en nuestra sociedad, construida por y para adultos humanos en una determinada cosmovisión, las estructuras de pensamiento y modos de afección de los adultos que secundan ese imaginario son los considerados correctos y normativos, por lo que aquellos que no cumplan con esta cosmovisión serán tachados de locos, inmaduros o inferiores (adultos que discrepen, niños y animales no humanos). 

En definitiva, que los sentimientos e intereses de los niños me parecen tan reales y válidos como los de un adulto, al igual que sus juicios aseverativos. En este último caso, cuando creamos que por falta de experiencia o conocimiento el niño pueda no tener en cuenta determinados factores lo propio es, con el mismo respeto que hacia un adulto, tratar de explicárselos teniendo en cuenta sus limitaciones, pero no recurrir por comodidad al manido argumento de autoridad. “Porque yo lo digo” o “porque soy tu padre/madre” son “argumentos” a menudo utilizados para callar bocas por medio de la prepotencia y la intimidación y ahorrarnos una explicación. Cuando un niño muestra su descontento replicando ante una de estas imposiciones se le acusa de “contestar” a sus padres, como señalando una gran falta de respeto por pretender que su interés pueda ser tenido en igual consideración que el de su padre o madre. Creo que huelga aclarar que rechazo esta utilización ilegítima de una posición de poder y esta subordinación de intereses. 

Las mentiras son otra común constante en nuestra relación con los niños: se les miente acerca de Papá Noel, la muerte, el ratoncito Pérez, el sexo y básicamente todo aquello que creamos que pueda ilusionarlo o que nos cueste explicarle. Entiendo que determinadas cosas sean difíciles de entender para un niño (la muerte, el sexo…), pero no que eso justifique en ningún caso la mentira, sino tan sólo una explicación más superficial, adaptada a la capacidad y el interés que muestre el niño o niña. También puedo entender que alguien no vea la mentira como algo negativo siempre que a la persona engañada esa mentira le pueda traer felicidad. La cuestión es que la mayoría de la gente que utiliza este argumento para mentirle a los niños acerca de Papá Noel, los reyes, el ratoncito Pérez o los unicornios no lo aplica para con los adultos, pues se dice a menudo que las personas merecen saber la verdad, aunque duela, y no vivir engañadas ¿a qué, entonces, esta distinción? ¿Por qué no mentir a un adulto sobre la muerte de algún ser querido, la explicación de algo que le costará entender o la existencia de cosas que no existen (siempre que resulten verosímiles) para incentivar su imaginación o para ahorrarnos una explicación más compleja? ¿Por qué no mentir a alguien sobre los sentimientos de una persona que le gusta, o hacernos pasar nosotros mismos por alguien interesado por esa persona mandándole mensajes de amor o admiración que la ilusionen? Es probable que se entere algún día de la mentira y llegue la desilusión, pero al fin y al cabo no es distinto a lo que le ocurrirá a los niños y niñas con esas otras mentiras. 

Finalmente está la violencia física y verbal, violencia que, una vez más, se le aplica a los niños en casos que no se justificarían con adultos, por ejemplo cuando un niño o niña comete un error o torpeza (la típica torta, intimidación o humillación verbal por tirar un plato, verter un líquido, romper un jarrón…), cuando no actúa de la forma en que consideramos educada, cuando se niega a hacer algo que queremos que haga, cuando nos replica o cuando nos falta al respeto (¿cuántos adultos justificarían un guantazo a otro adulto por decirle algo que le hiera u ofenda del mismo tipo que lo dicho por el niño?); violencia que, por supuesto, la mayoría considera justificable en determinadas situaciones por parte del padre hacia su hijo (“la situación era tensa”, “fue un calentón repentino”, “una bofetada a tiempo…”), pero inadmisible por parte del hijo hacia su padre. 

Para no alargarme más y finalizar este último punto y la entrada, os invito a un interesante ejercicio de reflexión sobre "esa bofetada a tiempo".


2 comentarios:

  1. ¡Total y absolutamente de acuerdo!

    Y aunque no comparto todo cuanto dices en el blog, te seguiré y te iré comentando poco a poco.

    Un saludo.

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  2. Según vos, ¿es injusto mentir? (más allá de la edad)

    Supongamos que alguien (persona A) miente para no ofender o involucrar a alguien (B) en una determinada cuestión perjudicial; la alternativa de elegir callar (para A) deja al descubierto (a B) lo que se intentaba ocultar "A" (la respuesta ofensiva, por ejemplo). La única alternativa a decir la verdad era, entonces, mentir.

    Una situación, para ejemplificar:
    Laura, pareja de Romina, "engañó" a ella con Lucas bajo los efectos del alcohol (y no pensó en Romina entonces). Romina sospechó y preguntó; Laura, arrepentida de haberla engañado (y prometiéndose no volver a engañarla), lo negó (*); mintió al respecto (incluso enojada por la desconfianza de su pareja: para añadir certeza) para evitar discutir y/o terminar la relación con Romina, con quien realmente quería mantener una relación de pareja.

    (*) podría haber elegido, por ejemplo, responder: "no voy a hablar al respecto", lo cual levanta más sospechas (por no decir que deja muy claro) a Romina lo que sucedió con Lucas y Laura.

    Entonces, a veces, ¿sería legítimo mentir?

    Supongamos que después de haber mentido, Laura se arrepiente y confiesa lo sucedido. Romina comprende por qué Laura mintió al respecto, ¿justifica la mentira de Laura?, ¿justifica, también, que Laura haya señalado y enjuiciado la desconfianza de Romina para asegurarse que (Romina) deje de sospechar?

    Es una especie de consulta en realidad. Leo tu blog muy seguido y me gustan tus entradas. Así que no se me ocurrió otra cosa que "consultar" con vos porque, teniendo en cuenta las entradas del blog, me imagino que tu respuesta respecto de lo que estoy prácticamente consultando, también me va a gustar.

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