lunes, 24 de junio de 2013

¿Quién defiende a los amantes?

Como ya he criticado en una entrada anterior, hay bastantes cosas que no me cuadran dentro del paradigma monógamo convencional, una de ellas es el odio hacia los posibles o reales competidores ilegítimos, los amantes. 

La ideología monógama establece que el interés afectivo-sexual sólo puede darse hacia el individuo con el que están emparejados (o al menos debe evitarse todo contacto romántico-sexual con quien no sea la pareja). Esta exclusividad es teóricamente una muestra de amor y, por consiguiente, no practicar esta exclusividad indica que la persona no está verdaderamente enamorada ni guarda el debido respeto por su pareja. 

Ahora bien, estas condiciones son un “contrato” que se establece (que se da por hecho, generalmente) para con la persona con la que te encuentras emparejada, no con los amigos, compañeros, conocidos o desconocidos. Entonces, ¿qué responsabilidad tiene el amante o el rollo de una noche con respecto al “contrato” de los individuos que no son su pareja? ¿Por qué habría de culpársele a él/ella de que la persona con la que mantiene una relación esté faltando a su palabra para con otra persona? 

No dejo de ver y oír reproches hacia esas personas (generalmente mujeres) tales como que son culpables de destrozar una pareja/familia, y digo yo ¿acaso la pareja/familia no estaba rota desde antes de que el rollo o amante entrara en escena? ¿Acaso la culpa no habría de corresponder íntegramente a la persona que ha puesto los cuernos a su pareja, pues ese acto no es (en teoría) más que un síntoma de que no estaba verdaderamente comprometida con la relación? 

Culpar al amante de seducir al hombre o mujer comprometidos es análogo a culpar a la víctima de una violación de provocar a su violador. Es el emparejado el que tiene teóricamente el deber de no engañar a su pareja: el amante no está engañando a nadie, porque nunca ha prometido nada. Más aún, si la figura del amante -o individuo cualquiera con el que se ha tenido una aventura puntual- ha de suscitar algún sentimiento, éste habría de ser el agradecimiento: es gracias a ella/él que puedes descubrir que tu pareja no te ama ni respeta (según la lógica monógama), es gracias a los “competidores” que tratan de seducir a tu pareja como puedes cerciorarte de que ésta está o no verdaderamente enamorada de ti, en función de si los acepta o los rechaza. Cuanta más gente ande detrás de tu pareja, más pruebas de su compromiso obtendrás. 

No obstante, cabría una posibilidad según la cual la violación de estas “condiciones de noviazgo” por parte de una persona ajena pueda ser lógicamente condenable: que el noviazgo/matrimonio se conciba como un contrato de propiedad, no como una mera promesa de lealtad y respeto entre dos personas. Sólo en este caso mencionado es reprochable la acción de un amante, en tanto que su aventura sería un ataque a la propiedad privada. Sin embargo, esta concepción conllevaría que los individuos implicados en el contrato son objetos alienables, no sujetos responsables de sus acciones (lo cual es de por sí contradictorio, pues supone que los dos individuos son y no son sujetos y objetos al mismo tiempo). 


Como tantos otros temas, éste no se libra de una perspectiva de género. Basta analizar en los medios audiovisuales la figura del amante y la amante, el marido infiel y la esposa infiel, así como los reproches que suscitan los cuatro tipos de individuos, para reparar en la diferente consideración que se tiene de los mismos en función del género. Si bien todos esos individuos son culpabilizados, la mujer suele llevarse la peor parte. Como ya he mencionado antes, a menudo se culpabiliza a la amante de un hombre comprometido por seducirlo, restándole así a él responsabilidad sobre sus acciones. Sin embargo, escasas veces se culpa al amante varón por seducir a la mujer, pues “como todos sabemos” es la mujer la que provoca, la que debe cuidarse de no tentar al varón con su cuerpo libidinoso

Con respecto a los reproches o ataques la diferencia es análoga: a las amantes se las suele culpar, como ya he mencionado, de destrozar familias. Son ellas las culpables de provocar a los maridos ajenos causando que las víctimas de sus encantos falten al compromiso monógamo con las “mujeres de bien”: sus legítimas esposas. Los amantes, por su parte, suelen recibir ataques más virulentos por la invasión de un territorio ajeno. La existencia de un amante es una ofensa para el novio/marido en tanto que este individuo le está burlando la propiedad que le pertenece legítimamente, el cuerpo/sexualidad de su pareja. Basta reparar en lo común que es que un baboso se te despegue más fácilmente si le dices que tienes novio que si simplemente lo rechazas, incluso reiteradamente, o bien que, cuando se lo dices con tu novio delante, se disculpe ante él en vez de ante ti. 

Por supuesto, existen muchos otros reproches con respecto a los y las amantes y más hoy en día, muchos de los cuales son iguales para ambos sexos; no obstante, desgraciadamente, la diferencia de género mencionada sigue vigente implícita o explícitamente en una gran cantidad de situaciones.

jueves, 13 de junio de 2013

Yo no soy bonita ni lo quiero ser

Un icono femenino puede ser increíblemente inteligente, valiente, talentosa, trabajadora o graciosa, pero jamás podrá escapar de la presión del enjuiciamiento masivo sobre aquello que la hace “aprovechable” o “desechable” como mujer: su belleza. Todas sus otras cualidades o aptitudes son generalmente concebidas como un agradable añadido, a menudo incluso como un añadido que no hace sino volverla más sexy. 

De este filtro no se libran siquiera –o menos aún, si cabe- los iconos infantiles; para muestra una excepción: uno de los escasísimos modelos de Disney que rompía más con el estereotipo, la princesa Mérida de Brave, fue “pasada por” quirófano, modista, peluquero y maquillador para poder constar como princesa oficial, porque aparentemente el cuento de que la belleza está en el interior (aunque el personaje ya era guapa antes) sólo vale para con los varones (Quasimodo, la Bestia, el Fantasma de la ópera…). 

Incluso cuando se reivindica respeto para aquellas mujeres que no encajan con los cánones de belleza hegemónicos muchas veces la reivindicación no trasciende la premisa de que la belleza es una importante cualidad en las mujeres: se habla de la belleza de este u otro cuerpo, de la belleza de la diversidad, singularidad o de alguna cualidad mental, de lo bella que eres "al natural", de que hagas o seas esto o lo otro sigues siendo bella, y digo yo ¿por qué ese afán por ensanchar hasta el infinito el concepto de bello en vez de cuestionar el peso que tiene en la valoración ajena y propia de una mujer? ¿Por qué legitimar una acción (depilarse o no, maquillarse o no, usar ropa femenina o no) con lo bella que es hacerla o no hacerla? 

Tan impositivo es que nos insten a que nos pongamos bonitas callándonos, depilándonos, maquillándonos y poniéndonos tacones como que lo hagan con respecto a que gritemos, nos dejemos el vello crecer, estemos despeinadas u ojerosas. A veces las mujeres toman decisiones en función de, por ejemplo, su practicidad, placer o comodidad, no sólo ni constantemente en función del agrado que cause a los demás. Cada cual debería poder hacer con su vida y su cuerpo lo que le dé la gana sin tener que ver su preferencia reforzada por la opinión de alguien de que haciendo eso está o sigue estando bonita. 


El colmo de este tipo de reivindicaciones son los lemas a menudo secundados por algunas feministas tales como “mujer bonita es la que lucha” o “qué linda te pones cuando luchas”. Lemas que pretenden romper moldes sobre el ideal de belleza femenino pero siguen perpetuando y reforzando esa sobrevaloración de la belleza en la mujer, sólo que definida en otros términos. A la mayoría de la gente le parecería un absurdo y una frivolidad que se le dijese a, por ejemplo, Che, Bakunin o Emiliano Zapata, lo bonitos que estaban luchando; sin embargo para las mujeres ni siquiera las luchadoras pueden escapar del omnipresente juicio de su belleza, aunque sea utilizado a modo de “refuerzo positivo” de una determinada cualidad: parece que sólo nos preocuparemos por ser inteligentes o luchar si la gente nos encuentra bonitas por ello.

sábado, 1 de junio de 2013

Los problemas de verdad

A menudo se menosprecian los problemas propios o ajenos comparándolos con los considerados “problemas de verdad”, ya sea con “malas” intenciones (considerando que la persona que sufre por ese “problema de mentira” es caprichoso y desagradecido por no valorar lo que tiene) o “buenas” (tratando de minimizar el problema para ayudarte a superarlo). El criterio para determinar por cuáles problemas puedes sentirte mal o ser legítimamente compadecido varía según la persona que te juzga: algunos consideran que el ser pobre, tener graves problemas de salud, quedarse parapléjico, no tener casa, morirse de hambre… siempre hay gente que está peor, siempre hay gente que lidia sin mayores dificultades con las situaciones que a ti te causan malestar. 

Cuando la gente utiliza esos argumentos me dan ganas de contestar que hay gente capaz de componer una sinfonía en 8 horas, dibujar un retrato hiperrealista en dos días o sacar una ingeniería a curso por año y sin suspensos, por lo que “si tú no eres capaz es porque no lo intentas lo suficiente” o “si esa gente puede hacer eso, ¿cómo te atreves a decir que no eres capaz de hacer esa otra cosa de menor dificultad?”. 

Los eventos que ocurren en nuestras vidas no son así de buenos o malos, así de difíciles o fáciles: el valor se lo da quien lo valora/experimenta, lo cual es involuntario y totalmente subjetivo. Una persona puede hundirse por algo que para ti es irrelevante y a la inversa con otras situaciones. Una persona puede haber superado un problema de una determinada forma y que a ti eso no te funcione. La capacidad para afrontar un problema depende de infinitud de factores que no podemos controlar, como por ejemplo los niveles de dopamina, serotonina u oxitocina. 

Sé que cada persona es un mundo y quizás a algunas les ayude considerar que sus problemas son estúpidos para superarlos, pero muchas veces el efecto es el contrario. En mi caso, al menos, ese continuo menosprecio sólo me ha servido para sentir una inmensa culpa cada vez que me siento mal, lo cual acrecienta bastante el problema original. No sugiero tampoco que se haga un drama de ello y nos compadezcamos de la persona como si no hubiera esperanza alguna para ella: no existe tal dilema. Si queremos ayudar quizás sea positivo preguntar a la persona cómo le afecta a ella ese problema en vez de prejuzgar cómo debería afectarle según nuestra experiencia o la de otras personas, y preguntar si y cómo podemos ayudarla, o qué cosas podrían distraerla o darle un respiro, sin juzgar tampoco que si esa persona se anima de alguna de esas formas es porque realmente su problema no era tan grave (la gravedad del problema no depende necesariamente del tiempo durante el que éste persista, sino de la intensidad con la que se siente mientras éste persiste). 

Si tratamos de ponernos en la piel de la otra persona y entender por lo que ha pasado, los valores en los que ha sido educada, sus miedos, sus limitaciones físicas y psicológicas, etc quizás logremos dejar de juzgar y empezar a comprender. Quizás entendamos así por qué para aquella chica era tan importante no verse fea o gorda o tener las mejores notas de la clase, por qué aquél hombre se muestra tan arrogante por miedo a que los demás lo consideren débil o por qué aquella otra persona es incapaz de llamar por teléfono, mirarte a los ojos o salir sola a la calle. O quizás a veces no podamos comprender el por qué (a veces quizás ni las propias personas lo entiendan), pero eso no hace en ningún caso que el problema sea menos real. Una depresión, por ejemplo, no depende necesariamente de que seas pobre, de que una persona cercana haya muerto, la gente no te aprecie o no tengas suerte en tu vida profesional. Cualquiera es susceptible de sufrirla independientemente de las circunstancias externas que lo acompañen, y decirle a alguien que no hay motivos para estar deprimido es tan absurdo como decirle que no hay motivos para tener artritis o astigmatismo, amén del ya mentado riesgo de conseguir el efecto justo contrario al que buscamos: que la persona sienta que hay algo malo en ella y se sienta culpable por estar mal ya que, aparentemente, no hay motivos para ello.