martes, 21 de mayo de 2013

Los eternos olvidados en las discusiones sobre la custodia

Las dos posturas fundamentales que me he encontrado en el tema de la custodia de los hijos son, por parte de una gran cantidad de masculinistas, aquella que exige la custodia compartida automática; y por parte de muchas feministas, la de la custodia compartida pero no automática. La diferencia de la segunda con respecto a la primera es que se exigirían una serie de criterios y responsabilidad para que la custodia sea de ambos progenitores y no sólo (o no mayoritariamente) de uno de ellos, y no se presupone, como a veces se pretende, que si los hijos denuncian malos tratos o abusos sexuales por parte de uno de los progenitores (generalmente del padre) es por un Síndrome de Alienación Parental

Si bien el sistema actual favorece por defecto a la mujer en la custodia de los hijos, presuponiendo que la madre cuidará mejor a los niños que el padre, muchas feministas no consideran que la solución sea la aplicación de la custodia compartida automática en caso de que ambos progenitores cumplan unos "requisitos mínimos" (que ninguno sea maltratador, violador, etc) pues la paridad en el cuidado de los hijos está lejos de ser una realidad: que yo conozca, no hay ninguna estadística de ningún país en que las horas de cuidado por parte de los padres sean iguales a las de las madres (a exepción de la tribu centroafricana de los pigmeos aka y, en Occidente, Suecia es lo más cercano) sino que suele haber una diferencia del doble si no más y son las mujeres las que fundamentalmente sacrifican su vida profesional, académica y personal para volcarse en sus hijos, pues además es sobre ellas sobre quienes se concentra toda la presión social de ser una buena madre. Es por ello que se considera que, dada la sociedad en la que vivimos, en la mayoría de los casos la custodia habría de favorecer a la madre por una cuestión de mérito (cuando así sea).

Todas estas consideraciones me parecerían estupendas si habláramos de propiedades, pero no de personas ¿o es que a nadie se le ha pasado por la cabeza que los hijos pueden tener algo que decir al respecto? 


Desde la imposición de una vida que nadie ha pedido en unas circunstancias que nadie ha elegido, los padres tienen potestad para decidir prácticamente todo en la vida de sus hijos, y lo que no tienen poder de imponerle sus padres se lo impone el Estado. Los padres (sobretodo la madre) pueden decidir “tener” o no “tener” un hijo, pero ¿alguien se ha preguntado si los hijos quieren/querrán “tener” esos padres? ¿A alguien le preocupa cómo se siente el hijo con respecto a los padres y la vida que éstos le dan si no les propician palizas (porque “por un cachete no pasa nada” y “una bofetada a tiempo arregla muchas cosas”, claro) o abusan sexualmente de ellos? No sólo no preocupa a la gran mayoría de la población sino que a menudo esta reivindicación es ridiculizada y tachada de desagradecida: “encima que vives a su costa te atreves a quejarte”, “ellos te han dado la vida” o “con todo lo que han hecho por ti” son algunas de las quejas que suelen aducirse. Como ya he argumentado en otras entradas, nadie debe nada por sufrir una imposición (nacer), independientemente de que luego la disfrutes. Nadie debe nada a sus padres porque éstos los hayan cuidado, pues fueron ellos quienes decidieron traer a una persona al mundo sabiendo que iba a tener necesidades. 

“Custodia compartida sí” o “custodia compartida no”, por muy en pro de la igualdad de sexo que pueda ser o no, supone tratar a los niños y adolescentes como meras propiedades sin voz ni capacidad de decisión, obligados a vivir primero la vida que le imponen sus padres y después la que un juez decide que es mejor para él/ella, nuevamente bajo la tutela de uno o ambos progenitores durante los periodos que el juez elija. A nadie le importa si la madre maltrata psicológicamente al niño comparándolo constantemente con otros, porque eso no deja marca; a nadie le importa si el padre sólo le deja salir de casa un día a la semana a los sitios donde el padre decide, obligándole el resto de la semana a acudir a actividades extraescolares que detesta y/o estudiar sin descanso durante horas para sacar las mejores notas; a nadie le importa si el niño se siente totalmente incomprendido por sus padres y no quiere vivir con ninguno de los dos. A nadie le importan, en definitiva, los deseos, sentimientos u opiniones de las propiedades con respecto a sus propietarios. 

En conclusión, lo que yo considero la mejor opción en los casos de divorcio es el preguntar directamente al niño o niña (siempre que tenga capacidad de decisión) con qué progenitor quiere convivir y durante qué períodos, si es que quiere convivir con alguno de ellos o con ambos, teniendo en cuenta la situación en la que se encuentra y permitiéndole hablar con un psicólogo infantil que pueda ayudarlo (que no coaccionarlo) a decidir qué decisión tomar y por qué. Y también creo que debería poder visitar a ese u otro especialista cada cierto tiempo en caso de que quisiese rectificar su decisión. Ya que los hijos no pueden escoger a sus padres, el mínimo derecho que creo que merecen es el poder decidir si prefieren ser tutelados por uno, ambos o ninguno.

miércoles, 1 de mayo de 2013

La castración emocional del hombre

En las sociedades patriarcales, más que situarse un sexo en una situación privilegiada con respecto al otro, es un género el que se encuentra en esa situación privilegiada con respecto al otro. Es por ello que también los hombres se ven perjudicados con este sistema en tanto que no se adapten al rol que se les impone. 

A cada uno de los sexos se les presiona socialmente con unas expectativas de género antagónicas: se espera de los hombres que sean fuertes, valientes, fríos y racionales, poderosos, líderes, defensores de su “honor”, estables, duros, individualistas, intelectuales, agresivos, sexualmente activos, sostenes económicos de la familia, etc. De las mujeres, por tanto, se espera que los complementen con lo contrario: siendo débiles, cobardes, emocionales, mandadas, sumisas, resignadas, inestables, frágiles, empáticas y abnegadas, presumidas y superficiales, pacíficas, sexualmente pasivas, amas de casa y cuidadoras de la prole, etc. 

Sucede que, con el paso del tiempo, cada vez son toleradas o hasta apreciadas más características “masculinas” en las mujeres, como el ser valientes, inteligentes, poderosas, defensoras de su “honor” (¿por qué no deberían tener las mujeres estas características si se consideran algo positivo?)… pero eso sí, siempre que conserven su utilidad para los hombres (la belleza, relativa delicadeza, cuidado de los hijos, mayor moderación sexual…). Sin embargo, los hombres siguen casi igual de encorsetados en su rol de género, pues adoptar algunas características socialmente adjudicadas al rol femenino (debilidad, emocionalidad, cobardía, obediencia, fragilidad, superficialidad, rechazo del sexo o de la violencia…) supone rebajarse al género inferior. Esto se vuelve más que evidente si reparamos en los insultos utilizados para humillar a aquellos hombres que muestran alguna de estas características mencionadas: nenaza, gay o maricón (los homosexuales son utilizados a modo de insulto pues se considera que, al tener la orientación sexual asignada socialmente a las mujeres, pierden su estatus de hombres); o bien se refieren a él en femenino o se ridiculiza su comportamiento dramatizando exageradamente una actitud característica del rol de la mujer. 

Por todo esto, el machismo/patriarcado perjudica también a los hombres. Los perjudica limitando su sexualidad, libertad de acción, de expresión y de vestimenta: 

Lo más restrictivo y perjudicial es, a mi modo de ver, la casi completa amputación de toda la dimensión emocional del hombre. Desde el nacimiento (o incluso antes) los padres proyectan sus prejuicios esencialistas en el comportamiento de sus hijos. Por norma general a los niños se les limitan las muestras de afecto mucho más y mucho antes que a las niñas, se les alienta más que a éstas a ocultar sus sentimientos, se les disuade (tanto sus padres como por parte de los medios) de no jugar con juegos y muñecos que desarrollen su sensibilidad y dimensión emocional, se les educa para preferir e identificarse con la “sobriedad”, lo “neutral”, lo atlético, lo bélico, lo racional… y ver lo socialmente estipulado femenino como “lo otro”. 

Más cercanos a la adolescencia y preadolescencia, como en el caso de las mujeres, estas exigencias se acrecientan. Como en los aparentemente ajenos ritos de paso, los chicos deben demostrar ser dignos de ese “género superior” si no quieren ser marginados, lo cual a menudo incluirá la exigencia de vencer, mofarse, discriminar u oprimir a otros más débiles para hacer alarde de su poder si no quieren ser ellos los oprimidos. Asimismo, tanto entonces como en su adultez, las muestras de afecto y apertura emocional hacia otros hombres se ven extremadamente limitadas, si no eliminadas, bajo la pena de la marginación que implica que pongan en duda tu “masculinidad”, pues hasta la mayoría de los llamados antihomófobos se ven constantemente en la necesidad de hacer saber que ellos son heteros. 


En referencia a la sexualidad, si bien la mujer se lleva a menudo la peor parte, el rol masculino también es bastante limitador en este aspecto. Más allá de la discriminación, burlas, acoso y violencia que sufren los hombres homosexuales, la sexualidad heterosexual está también muy limitada por la visión coitocéntrica de la misma: todos los estímulos se reducen al pene, pues los besos, caricias, abrazos…son “sensiblerías” de mujeres, son preliminares (pues de hecho reciben ese nombre, a pesar de ser para muchxs mucho más satisfactorios que la penetración) para ese único fin: el coito. 

Además de todo esto, la presión social exige a los hombres una recepción sexual constante: nunca deben negarse, tiene siempre que apetecerles, nunca pueden tener un gatillazo, sufrir impotencia ni eyacular demasiado pronto. Cualquiera de estas cosas es motivo de mofa, vergüenza y, con respecto a la falta de interés, acusación de homosexualidad. Los hombres deben ser potentes máquinas sexuales con una polla grande y constantemente erecta (pues el tamaño también es motivo de burlas). Se prejuzga muy a menudo que cuando se acercan a o les gusta una tía su interés en ella es esencialmente sexual. 

También, dentro de los intereses, la presión social prohíbe (o recela) muchas actividades socialmente consideradas femeninas, como la moda, decoración, cocina, costura, cuidado del cuerpo (que no sea para ganar musculatura), poesía, ballet, películas o música románticas, etc. 

Como se deduce de la exposición, todo esto hace referencia fundamentalmente a los hombres heterosexuales cisgénero: para los gays, queers o mujeres transgénero (con cuerpo masculino) esta discriminación y perjuicios se multiplican, a menudo acompañados de cotas mucho mayores de violencia que las lesbianas, queers u hombres transgénero (con cuerpo femenino), pues éstxs continúan todavía mayoritariamente en la exclusión e invisibilidad. 

En conclusión, esta educación sexista construye no sólo mujeres sino también hombres presos a sus expectativas de género. Hombres privados del derecho de expresar emociones básicas o estados como el miedo, la timidez, la debilidad, la torpeza, el fracaso, la equivocación, la inseguridad, el enternecimiento, la empatía, el afecto, el llanto, la delicadeza, el perdón… Hombres, en definitiva, emocionalmente castrados; que sufren, al igual que las mujeres, violencia por cuestiones de género cada vez que son hostigados, presionados, burlados, humillados y hasta agredidos para adecuarlos a su rol. Es una violencia dual legitimada por un sistema al que todxs estamos sometidos, y que incluso a nivel individual puede ser más duro para algunos individuos del género dominante, aunque por norma general ese grupo se vea más favorecido. Y es que, en definitiva, el patriarcado nos jode a todxs, el feminismo nos incumbe a todxs.